lunes, 29 de junio de 2009

El corazón es como el diablo II

Alberto Orlandini, psiquiatra argentino, da la siguiente entrada acerca del corazón en su glosario sobre el amor: “Los poetas y los filósofos han elegido al corazón como el símbolo de las emociones y del amor, quizá porque los sentimientos se perciben como palpitaciones, dolores y sensaciones en el tórax. La fórmula de los personajes románticos consiste en un predominio del corazón sobre la cabeza y el cuerpo”.

En la batalla librada entre razón y sentimiento, ficción cara al imaginario de Occidente, el corazón ha conocido etapas de popularidad literaria y rechazo positivista, aunque en el habla coloquial el corazón siempre ha estado ahí: dolor y aflición son “puñaladas en el corazón"; de quien se vuelve objeto de nuestra pasión, pese a cualquier razonamiento en contra, decimos que se nos ha "clavado en corazón”; la decepción y la pérdida “parten el corazón”; la alegría incontenible es “no caber el corazón en el pecho”, de las personas bondadosas decimos que tienen “un gran corazón”; de los mezquinos, que "su corazón es pequeño", y de los insensibles concluimos “no tiene corazón”.

A las expresiones anteriores podríamos añadir más, como “tener el corazón en un hilo ” para referirse a la incertidumbre; “hacer de tripas corazón”, cuando se trata de afrontar una situación complicada.

Para referirse a la sinceridad, no puedo recordar una forma más bella que la usada por el poeta español Miguel Hernández: “La lengua en corazón tengo bañada”.

Convertidos el cerebro y el corazón en sede y símbolo, respectivamente, de la razón y la emoción, sus peripecias en la literatura y la filosofía podrían decirnos mucho sobre la actitud vital de cada época.

Para cuestionar la mentalidad del racionalista siglo XVIII es que Goethe escribe Werther. Además de conjurar una pasión propia, el poeta proporcionó a la juventud alemana y europea un grito de guerra que recogerían los amantes y los románticos, y que resumía el rechazo al modo de vida ordenado y burgués que se abría ante ellos.

Se podía escapar de la mediocridad al ser un héroe de la Patria, un héroe de la Ciencia, ó, como lo soñaran tantos en la Edad Media, alcanzar la santidad (ese heroísmo de la Religión), pero se podía escapar también del sinsentido llegando a ser un Héroe del Corazón.

Werther es un joven sensible y dotado que tiene la posibilidad de un brillante futuro en la diplomacia. Pero prefiere seguir el amor que siente por Carlota, y que, por estar ella comprometida, no puede tener buen fin. El joven está consciente de cuánto se juega, a pesar de lo cual sigue, paso a paso, el camino lo llevará a esa extravagancia: un suicidio por amor.

Carmen Bravo Villasante lo expresa así: “ una nueva sensibilidad enriquecía al hombre frente a los excesos del cerebralismo filosófico y de una sabiduría paralizadora. Cuando Werther exclama

“Ay, lo que yo sé, todos pueden saberlo... ¡Pero sólo mi corazón es mío!” está proclamando un individualismo cordial. Frente al ser que piensa, el ser que ama.”


Del Werther a la novela del siglo XIX correrían bastante tinta y sangre en nombre de revoluciones para la política y la sociedad. Ignacio Manuel Altamirano nos proporciona en Clemencia una trama de amor y guerra al gusto de la época. El siguiente es un diálogo entre Fernando Valle y Enrique Flores, tenientes en el ejército mexicano durante los días de la intervención francesa:

“ - Pero usted siempre habrá sido feliz.
- Feliz absolutamente, no; necesitaba yo muchas, muchísimas cosas para ser feliz. Mi ambición es insaciable, mis sentidos exigentes hasta lo imposible.
- ¿Sus sentidos? ¿Pero usted no tiene corazón?
- Querido ¿cree usted en el corazón?
- ¡Cómo si creo! Demasiado, y ahora más todavía.
- Arránqueselo usted en la primera oportunidad, Fernando. Créame usted, es una entraña que maldita la falta que nos hace, y que debe acarrear infinitas contrariedades. De mí sé decir que nunca lo he tenido, si no es en la acepción física de la palabra, y me he reído alegremente de aquellos que decían ser desgraciados por un exceso de sentimientos. Eso está bueno para urdir cuentos; el corazón es como el diablo, sólo existe en las leyendas.”

Unas décadas más tarde, el escritor norteamericano Ambrose Bierce, testigo de la Guerra de Secesión y crítico implacable del autocomplaciente racionalismo occidental, se burlará de la visión literaria del corazón en su Diccionario del Diablo, cuya entrada respectiva reza: “ Bomba muscular automática que hace circular la sangre. Figuradamente se dice que este útil órgano es la sede de las emociones y de los sentimientos: bonita fantasía que no es más que un resabio de una creencia antaño universal. Sabemos ahora que sentimientos y emociones residen en el estómago y son extraídos mediante la acción química del jugo gástrico”.

Si la visión presentada por esos personajes de Altamirano, cuya novela se publicó hacia 1870, puede entenderse como la propia de una época a caballo entre la conciencia del romanticismo y la nueva escritura realista, la voz de Bierce, cuyo diccionario se publicó completo hacia 1911, parece preludiar la etapa de convulsiones que el mundo atravesaría entre 1914 y 1945.

La poesía mexicana, culta o popular, es un buen ejemplo de que en el violento siglo XX el corazón siguió siendo un motivo destacado de la literatura. Ramón López Velarde incluye en su libro Zozobra, los siguientes versos:

Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.
Yo lo sacara un día, como lengua de fuego
Que se saca de un ínfimo purgatorio a la luz;
Y al oírlo batir su cárcel yo me anego
Y me hundo en la ternura remordida de un padre
Que siente, entre sus brazos, latir un hijo ciego.

Una imagen íntima del corazón no correspondido es la que José Gorostiza nos ofrece, en una de sus “Canciones para cantar en las barcas”:

¿Quién me compra una naranja
para mi consolación?
Una naranja madura
en forma de corazón.
La sal del mar en los labios
¡Ay de mí!
La sal del mar en las venas y en los labios recogí.

El poema concluye:

Y pues nadie me lo pide,
Ya no tengo corazón.
¿Quién me compra una naranja
para mi consolación?

A pesar de la decepción y el desencanto, o precisamente a causa de éstos, el corazón reclama aún toda la atención que merece, incluso al nivel del más riguroso análisis filosófico. Por ejemplo, Eugenio Trías nos explica así los motivos que le llevaron a escribir su Tratado de la Pasión: “Intenté en este libro elevar a categoría ontológica un género injustamente reputado “menor” (o género “chico”) como es todo lo referente al orden del corazón (Pascal). Intenté en él, elevar la más caprichosa, plástica, sutil y mágica de nuestras vísceras en fuente y principio de una concepción del ser y del sentido”.

Y por no ser menos humano que profetas, filósofos y poetas, me complace pensar que se puede dialogar con el propio corazón. Con suerte, el Pequeño Príncipe tenía razón y ese músculo, contra toda la evidencia biológica, tenga algo que ver con la percepción de las cosas esenciales.

El corazón es como el diablo

Me incomoda dejar el tema del corazón a los cardiólogos y a las tablas de información nutricional en los empaques.

Me inquieta abandonar el asunto a los novelistas rosas y los guionistas de telenovelas.

En su larga historia como símbolo de los sentimientos parece haberse dicho sobre todo el corazón, pero nadie se resigna del todo a dejar de hablar de él. Y tampoco podemos, por así decirlo, dejar de imaginar que sentimos con él, por más que se nos diga que desde el punto de vista fisiológico el asunto interesa más, por ejemplo, al hígado y al cerebro.

Al corazón lo hemos hecho héroe y villano de nuestras historias íntimas y nuestros esfuerzos épicos. Nos hace taraear viejos boleros, aparece burlón y culpable en el repertorio de los trovadores de café.


La razón es quizá simple. El corazón es, entre nuestros órganos, aquel cuya actividad es más fácil de percibir para nosotros y para los demás. La mayoría de las culturas le atribuyeron una gran variedad de funciones físicas, emotivas y simbólicas: si hacemos caso de un prestigiado diccionario de símbolos, los movimientos de sístole y diástole se entendieron como la marea y el flujo de la vida, como metáforas de la expansión y contracción del universo.

A ver...exploramos más y salta el dato de que que nuestra palabra española para designarlo proviene de la antigua raíz indoeuropea Krd, y de la cual se han derivado palabras para las ideas de “corazón” y de “centro” en muchas lenguas.

Muchos sistemas simbólicos dan importancia capital al corazón. Los corazones son uno de los cuatro “palos” o series de cartas con que cuentan las barajas de juego, y que en las barajas españolas y el Tarot se corresponden con las copas. Según Evelyne y Terry Donaldson, los corazones y copas “representan el mundo subjetivo de las experiencias íntimas, como sentimientos, emociones y sensaciones”, mientras que el as de corazones representa “las cualidades supremas del amor y de la alegría, de su fuente que brota en nuestro interior”.

Los discursos religiosos, especialmente los textos sagrados de la tradición judeo-cristiana, no encontraron mejor imagen para referirse a los afectos y anhelos.

La palabra corazón aparece con sorprendente frecuencia en la Biblia, refiriéndose a la esencia del ser humano. Por ejemplo, el Deuteronomio reza: “Amarás al señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza.”

Este versículo fue glosado en el siglo XII por el místico Moisés de León, cuyo Zohar, o "Libro del esplendor" , quien hace la siguiente interpretación:

“Rabí Isaac estaba sentado frente a Rabí Eleazar. Le dijo: el amor que el hombre siente hacia el Santo, bendito sea, es estimulado sólo por el corazón, porque el corazón es el agente que despierta el amor por Él. Si esto es así, ¿porqué dice el verso, primero: “...con todo tu corazón”, y a continuación: “con toda tu alma y con toda tu fuerza”? Esto implica que hay dos métodos, uno relacionado con el corazón y otro con el alma. Si el corazón es el factor determinante, ¿Qué papel desempeña el alma? Él le dijo: es verdad que el corazón y el alma son dos, pero ambos están unidos en uno. Corazón, alma y sustancia se encuentran unidos, pero el corazón es el factor primordial y el fundamental de todo. Este es el significado de “con todo tu corazón.”

Otra tradición rabínica, pero correspondiente al siglo XVIII, y debida a Babua Ben Asher, sugiere que el corazón es el primer órgano que se forma en los hombres, y su paralización marca el fin de la vida, así que el versículo en cuestión equivaldría a decir: "Amarás al señor tu Dios desde el primero hasta el último aliento."

El catolicismo reelabora estas nociones acerca del corazón: lacerado y encendido por amor, el corazón de Jesucristo recibe una devoción especial, iniciada en el siglo XVII por una monja del convento de la Visitación de Paray-le Monial y quien pasaría al santoral como Santa Margarita de Alacoque.

Para los musulmanes el corazón del hombre es el trono de Dios. Husayn Mansur Hallaj, controvertido místico de Islam, escribía: “Dios me ha hablado desde el fondo de mi corazón, y mi ciencia ha cobrado forma en mis labios, Él me ha hecho que me aproximara, a mí que estaba lejos de Él. Así me ha convertido en su íntimo y en su elegido”.

En la tradición hinduista, el corazón, que normalmente es llamado “hridaya”, recibe también el nombre de “Brahmapura”, la morada del dios Brahma. Pero hay más del corazón.

Joseph Conrad, Ridley Scott y el sentido del honor

"Napoleón I, cuya carrera fue una especie de duelo contra Europa entera, desaprobaba los lances de honor entre los oficiales de su ejército. El gran genio militar no era un espadachín y tenía poca consideración por esas tradiciones.

Sin embargo, la historia de un duelo, que adquirió caracteres legendarios en el ejército, corre paralela a la epopeya de las guerras imperiales. Ante la sorpresa y la admiración de sus compañeros de armas, dos oficiales —cual enloquecidos artistas empeñados en dorar el oro o teñir una azucena— entablaron una guerra privada en medio de la confrontación universal."

Así comienza "El duelo", relato de Joseph Conrad cuyos dos personajes, los tenientes de húsares D'Hubert y Feraud, se quedan en la imaginación de los lectores: uno quizá como personificación del valor sensato y disciplinado que enfrenta lo inevitable, el otro como la temeridad salvaje y orgullosa de quien no encuentra sentido a la vida fuera del campo de batalla, y por tanto teme a la paz.

El primero como el sentido común, burgués y a veces pacato; el otro como la desesperación que encuentra en el ejército y la inestabilidad de la guerra una posibilidad de vencer la pobreza y la mediocridad.

Así de distintos, ambos dan cuenta de algunos motivos - ascenso social, ansia de gloria, camaradería, sentido del honor - por los que cientos de miles de hombres siguieron a Napoleón Bonaparte por los campos de batalla de Europa.

Pues bien, esta historia inspiró la opera prima de Ridley Scott, con guión de Gerald Vaughan-Hughes.



Quienes hayan disfrutado "Barry Lyndon"(1975) , de Stanley Kubrick, encontrarán en "Los duelistas" la respuesta y el homenaje de Scott, quien recoge el guante de tratar una atractiva obra literaria y reproducir el espíritu de una época.

En su caso, Kubrick sintetizó y tradujo la detallada narrativa de Thackeray. Scott tuvo que inventar aspectos de una vida privada de los personajes que la economía narrativa de Conrad apenas esboza.

El material adicional da cuenta de las hábiles soluciones a la limitación de recursos, como la escena en que Feraud juega vencidas y lamenta la herida de su brazo: todo hecho dentro de una tienda de campaña, mientras unos cuantos extras transitan afuera, y que da la impresión de la vida en un enorme campamento.

Pese, o gracias quizá, a su corto presupuesto, es la película de Ridley Scott que recomendaría con más sinceridad, más que "Gladiador" y que "Cruzada", para disfrutar, además, de las actuaciones de Keith Carradine y Harvey Keitel.

Un cuento de hadas: la vida de Andersen

Hace unas semanas me encontré esta miniserie norteamericana, muy libremente basada en la autobiografía de Andersen “El cuento de hadas de mi vida”. Con un libreto de Kit Hesketh-Harvey, la serie fue dirigida por el ecléctico director Philip Saville.

"Hans Christian Andersen: My Life as a Fairy Tale", (EEUU, 2001)

Kieran Bew interpreta al joven Hans Christian Andersen, ingenuo, sensible y de desatada imaginación, simpático para algunos y francamente desesperante para otros, que se abre paso en el mundo artístico de Copenhague, buscando ser actor, dramaturgo y bailarín.
Su ingenuidad le atrae la simpatía del consejero Jonas Collin (James Fox), ante el entusiasmo de su hija Jette (una encantadora interpretación de Emily Hamilton) y el escepticismo de su elitista hijo Edward (Mark Dexter).
Por atención a su hija, Collin educa y protege a Andersen, quien encuentra su verdadera vocación de narrador.

El personaje de Jette reúne a dos mujeres importantes de la vida del escritor: Louise Collin, hija del consejero en la vida real, y su amiga Henriette Wulff.

Sin percatarse de la ternura de Jette, Andersen convierte en su esquiva musa a la soprano sueca Jenny Lind (interpretada por Flora Montgomery). Lind fue una celebrada artista con quien Andersen tuvo amistad en la vida real y quien, en efecto, no correspondió al cortejo del escritor.
Siguiendo a Jenny por Europa, Andersen llega a Inglaterra y entabla amistad con Charles Dickens (Simon Callow), quien lo apoya cuando sus novelas son tan criticadas como alabados sus cuentos y también le ayuda a enfrentar el hecho de que Jenny no lo toma en serio.

Diversos cuentos del autor danés, brillantemente adaptados, se entrelazan con la biografía, y establecen un paralelo entre el mundo fantástico creado por Andersen y los sucesos de su vida.