La casa del abuelo, refugio ocupado por sucesivos tíos y
primos carnales durante sus momentos de desgracia, se yergue al lado de la
carretera, circundada por una ruinosa cerca de adobe, tres higueras y un limonero.
Nota: ninguno de los inquilinos temporales apuntaló jamás una viga ni encaló un
muro, pero todos se quejaron por la que había sido una linda casa y ahora
se estaba cayendo.
La casa vieja, que
conocí en mejores condiciones cuando niño, conservó en buen estado su corredor, sus muros encalados y puertas de madera. En el patio estaba la cocina de leña donde se echaban
tortillas y el vagabundo Carmelo se acuclillaba a despachar un taco, hábito
caritativo que inauguró mi abuela y respetaron las mujeres de la familia hasta
que el Cuenteropatadeperro estiró la pata por vez final.
Infinitas eran las
variantes de sus cuentos supersticiosos: el de las afables vecinas sorprendidas
como brujas mientras succionan la vida a los niños en sus cunas; la Llorona
que, en su recorrido por el pueblo, pasaba justo por el corral de mi abuelo y a
la que se mantenía a distancia con un espantajo en traje de manta y sombrero de
palma ̶̶
guardián inverosímil empuñando machete o tijeras de poda en sus manos de
paja ̶̶
o, mi favorita, la de los albañiles que, embriagados por su capataz,
fueron emparedados en los cimientos del puente como ofrenda para que las
crecidas del río no lo tirasen por séptima vez.
La casa nueva oscila
entre la vocación de soñador de mi padre y un inequívoco aire de familia con su
antecesora, al que no es ajeno el apolillamiento prematuro de los batientes de
madera.
En el pueblo, los
adversarios de mi abuelo, supervivientes nonagenarios de un absurdo conflicto,
propalan la leyenda de que él muriera mudo y parapléjico llevándose el secreto
de un tesoro de centenarios enterrado en alguna parte del solar.
A las insinuaciones y
sondeos sobre la herencia del comerciante, mis padres responden riendo
¿habríamos tardado tanto en fincar si existiera una herencia? Pero los vecinos
los miran con suspicacia. Creen que hay gato encerrado, y que mis padres
decidieron retirarse en el pueblo para encontrar el jarrito (a veces es un
cofre) lleno de monedas.
¿Será por eso que hubo
tantos voluntarios para cavar los cimientos de la casa? Y
pensar que mi viejo estaba tan alborozado que mandó matar un puerquito para agasajar a los comedidos vecinos.
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