lunes, 13 de marzo de 2017

Casa vieja, casa nueva



La casa del  abuelo, refugio ocupado por sucesivos tíos y primos carnales durante sus momentos de desgracia, se yergue al lado de la carretera, circundada por una ruinosa cerca de adobe, tres higueras y un limonero. Nota: ninguno de los inquilinos temporales apuntaló jamás una viga ni encaló un muro, pero todos se quejaron por la que había sido una linda casa y ahora se estaba cayendo.

 Al otro lado del terreno, encarada hacia el barrio más reciente, está la casa nueva, la que Papá construyó con los esfuerzos de una vida de trabajo y que, a poco de inaugurada, se llenó con sus afanes de coleccionista de trebejos, creyendo siempre que cada objeto tendría una utilidad futura, resistiéndose a desechar  nada, con una mezcla de cautela y esperanza que a veces me enternece y otras me desquicia.

La casa vieja, que conocí en mejores condiciones cuando niño, conservó en buen estado su corredor, sus muros encalados y puertas de madera. En el patio estaba la cocina de leña donde se echaban tortillas y el vagabundo Carmelo se acuclillaba a despachar un taco, hábito caritativo que inauguró mi abuela y respetaron las mujeres de la familia hasta que el Cuenteropatadeperro estiró la pata por vez final.

Infinitas eran las variantes de sus cuentos supersticiosos: el de las afables vecinas sorprendidas como brujas mientras succionan la vida a los niños en sus cunas; la Llorona que, en su recorrido por el pueblo, pasaba justo por el corral de mi abuelo y a la que se mantenía a distancia con un espantajo en traje de manta y sombrero de palma  ̶̶  guardián inverosímil empuñando machete o tijeras de poda en sus manos de paja  ̶̶   o, mi favorita, la de los albañiles que, embriagados por su capataz, fueron emparedados en los cimientos del puente como ofrenda para que las crecidas del río no lo tirasen por séptima vez.

La casa nueva oscila entre la vocación de soñador de mi padre y un inequívoco aire de familia con su antecesora, al que no es ajeno el apolillamiento prematuro de los batientes de madera.

En el pueblo, los adversarios de mi abuelo, supervivientes nonagenarios de un absurdo conflicto, propalan la leyenda de que él muriera mudo y parapléjico llevándose el secreto de un tesoro de centenarios enterrado en alguna parte del solar.

A las insinuaciones y sondeos sobre la herencia del comerciante, mis padres responden riendo ¿habríamos tardado tanto en fincar si existiera una herencia? Pero los vecinos los miran con suspicacia. Creen que hay gato encerrado, y que mis padres decidieron retirarse en el pueblo para encontrar el jarrito (a veces es un cofre)  lleno de monedas.


¿Será por eso que hubo tantos voluntarios para cavar los cimientos de la casa? Y pensar que mi viejo estaba tan alborozado que mandó matar un puerquito para agasajar a los comedidos vecinos. 

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